‘A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar‘. Así decía uno de los más emotivos poemas del gran Alberti y así lo cantaba Paco Ibáñez guitarra en mano. No era aquel un galope cualquiera, sino el veloz y metafórico transitar con que el que escritor arengaba a las masas ante el sinsabor de la Guerra Civil Española. Un himno de lucha y solidaridad que galopines y galopinas deberían recitar para el perdón de sus pecados.
Hartos de preámbulos, supongo que a estas alturas querréis saber ya a qué tipo de persona podemos adjetivar con la palabra galopín. Pues bien, no os voy a hacer esperar: un galopín es algo así como un pícaro, un bribón. Un individuo desvergonzado, ducho en las artes del engaño. Se os ocurren unos cuantos, ¿verdad?
Por si fuera poco, añade el diccionario que el galopín va mal vestido, sucio y desharrapado por abandono, lo que, de algún modo, le convierte en una mala copia de aquel Lazarillo de Tormes cuyas aventuras y adversidades dieron brillo a la literatura castellana del siglo XVI.
Pero claro, el contexto manda y las palabras son tan ricas como acepciones atesoran. Y en el caso de galopín resulta que también sirve para describir a alguien con talento y de mundo. Así que aprenderos el nuevo término y usadlo como gustéis. Con un matiz positivo o con uno negativo. Al trote… o al galope.