Según la Real Academia Española (RAE), la palabra rara zaborrero (o zaborrera, en femenino) se utiliza en el contexto laboral para calificar a aquellos obreros que trabajan mal, que son chapuceros. Y bien, no quisiera excederme con un colectivo, el de los “curritos”, que lleva miles de años levantando países con más sudor que alegrías, pero, reconozcámoslo, hay peones malos… muy malos.
Zaborreros y zaborreras abundan en todos los sectores del mercado laboral –y fuera de él-, pero es especialmente escandaloso el porcentaje de paletillas del tres al cuarto que, en comandilla, prometen mil y unas mejoras en hogares de todo tipo. Sin compromiso. Sin seriedad. Hablo de albañiles, de electricistas, de fontaneros, de pintores de brocha gorda y de otros representantes gremiales que, lejos de honrar la profesión, tiran su prestigio por el suelo. Sin pudor. Sin vergüenza. Por un puñado del vil metal que incita al pecado del mundo.
En mi opinión, son también zaborreros los ‘cambiapiezas’ del sector del automóvil, los gurús de la medicina milagrosa, los funcionarios de pereza infinita, las secretarias de incapacidad permanente, los directivos de ego desmedido y nula valía, los conductores que desafían el peligro, los policías de placa rápida y los mandamases acomplejados. Entre otros muchos.